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Sevilla FC
Seguramente soy quien está equivocado. Donde la mayoría ve con nitidez un fin de ciclo, yo intuyo la oportunidad de un nuevo crecimiento deportivo muy difícil de alcanzar, porque el Sevilla FC lleva años poniendo el listón de su techo muy por encima de su verdadera realidad presupuestaría.
En un año horrible, con cuatro profundas crisis en las cuatro únicas derrotas del equipo de Lopetegui (las mismas que el Madrid, campeón) y otras tantas después de los muchos empates (uno menos que victorias, 16) que le han permitido amarrar la Champions, el Sevilla no se ha caído de las alturas.
Sobre el mal juego del equipo no hay debate. Hay que estar ciego, o hacérselo tapándose los ojos, para defender lo indefendible. El equipo de Lopetegui se ha quedado con todo lo malo que tenía y se ha olvidado de casi todo lo bueno para involucionar en la puesta en escena de una forma alarmante y desesperante. De esa involución es máximo responsable, no hay la más mínima duda, el entrenador. Hay más mimbres que cesto. Más buenos futbolistas que técnico capaz de sacar lo mejor de cada uno de ellos.
Un fútbol que mata la creatividad de los jugadores con calidad
Lopetegui tiene la culpa de que se encienda la desesperación que inyecta en vena el fútbol horizontal del Sevilla, o hacia la portería propia buscando las toquecitos absurdos y arriesgados que dan unos magníficos datos de posesión gracias al triángulo Diego Carlos-Bono-Koundé. Defender con el control del balón cuando no es lo que pide un partido implica el riesgo de caer en un fútbol de mentira, especulativo, carente de desborde. Esos cientos de cómodos pases matan la inventiva de los futbolistas con talento, anulan la capacidad de desborde de quienes son capaces de romper líneas para hacer verdadero daño a los rivales. De eso tiene la culpa Lopetegui, por supuesto.
Y esos son matices importantes, porque se devalúan jugadores que tienen esas capacidades, se acomodan en la falta de exigencia de hacer unos contra uno y de pisar los terrenos que pisan los valientes, donde aparecen las botas afiladas de los rivales.
A base de intentar controlarlo todo, de escribir un guion previo con un estrechísimo margen para la improvisación y la imaginación de los actores, Lopetegui ha empobrecido el juego de su equipo y en las postrimerías de su tercera temporada podemos definir al Sevilla como un equipo plano, que aburre y desespera a sus fieles aficionados.
Cuando rozó la perfección en defensa, adormilaba a sus rivales y a la afición. Ahora, sin Fernando dando equilibro defensivo y con un generalizado temblor de piernas, no hay letargo posible en el angustioso oleaje que acompaña a cada partido. Insufrible.
El ocio y el negocio
Sobre el juego, muchísimo que mejorar y matizar si finalmente Lopetegui continúa dirigiendo al Sevilla. Sobre los resultados, en cambio, hay poco que discutir. Campeón conquistando la sexta Europa League y logro histórico al meter al Sevilla en Champions por la vía directa de LaLiga por tercer año consecutivo, algo que no había conquistado antes en un club centenario ningún otro entrenador. A la hora de divertir, en el ocio que se espera en la parte de espectáculo que mantiene vivo al fútbol, suspenso. En el negocio de ingresos millonarios que implican tan buenos resultados, sobresaliente -de diez- para Lopetegui.
Si las empresas, los clubes, pudieran renunciar a la inherente parte lúdica del fútbol, ni Castro ni Monchi tendrían la más mínima duda: hagan hueco a un Lopetegui en el consejo de administración. El negocio del fútbol, sin embargo, no sólo vive de una saneada cuenta con beneficios. El Sevilla, de hecho, renunció a ventas millonarias antes de empezar la temporada, y arriesgó otros muchos millones en invierno fichando a Tecatito y Martial, porque veía la opción de regalar a sus aficionados la ilusión de pelear por la Liga. Nadie desde el club ha vendido un imposible que se ha transformado en desencanto. Y si lo hubieran hecho, en ningún caso habría sido un error porque el fútbol se alimenta de esos intangibles, de esas ilusiones compartidas por una misma afición.
Si el ocio estuviera conviviendo felizmente con el negocio, Monchi y Castro habrían encontrado de nuevo la mezcla perfecta que en su día dio Juande Ramos. No se repite el caso. Salvando las distancias y diferencias, estamos en el contexto previo al adiós de Manolo Jiménez: muy buenos resultados pese a una mala gestión de una gran plantilla.
Ahora la última palabra la tendrá el director deportivo que mejor se defiende con su historial de resultados. Poca ayuda podemos ofrecerle los periodistas tantas veces considerados enemigos por opinar libremente lo que pensamos sin dejar que nuestros titulares vengan tecleados desde la corriente marcada por los dirigentes. Para eso se crearon los medios (o ‘miedos’) oficiales de los clubes.
Monchi fue capaz de fichar a Lopetegui con una generalizada corriente en contra de su elección. Y Julen le ha dado gloria deportiva al Sevilla. Cortar la relación ahora, de la forma que menos daño haga a ambas partes -se va porque tiene una oferta irrechazable es una opción- supondría ejecutar el derribo de lo construido y empezar otro proyecto de cero.
El profundo análisis para tomar la decisión final va a estar en la cabeza de Monchi y en los miles de datos que maneja su equipo. Si Lopetegui se queda, hay mucho que resetear (olvidé apuntar en su debe una verdadera -real- apuesta por la cantera). Lo más difícil de encontrar, pierde poquísimos partidos, lo tiene. Los matices formales y estéticos que activen a la afición deberían ser negociables en una encrucijada de tal calibre: contigo o sin ti.